lunes, 16 de mayo de 2011

Drugs.

Las caladas al cigarro cesaron hace años. Aquel suspiro que aliviaba cada tormento de mi vida, en realidad, no hacía más que ahogarme con su nicotina. Y se acababa. Odiaba cómo nunca conseguí dejar de quemarme el labio con el último suspiro de alquitrán. Todos decían que era torpe, pero, digan lo que digan, estaba claro que nadie me enseñó a no hacerlo, así que, tendría su truco.

El tabaco era otra forma de vida, no me apetecía nada olerlo, tampoco cómo me hacía sentir de llena por dentro, pero, aun así, le daba caladas al cigarro obsesionada con darle fin. Después, todos me decían que quedaba bien en mi mano y, en cierto modo, me halagaba esa gilipollez. Y seguía con la droga más deseosa y odiada, a la vez, pegada en mis dedos. Y, la verdad, me dio la picada de dejarlo cuando decidí cambiar de aires. Huí de todo lo conocido: cambié de ciudad, de amistades, cambié de sonrisa e, incluso, cambié mi precioso pelo largo por un corte de esos shorts y un tinte extravagante de los que mi madre nunca me dejaría usar. No sé, me dediqué a estudiar y a centrarme en mis cosas lejos de todas las drogas que pudiesen arrebatarme lo que había construido. De vez en cuando, salía por ahí con las chicas y bailábamos hasta el amanecer. Pero mi rutina cambió con él.

No recuerdo el nombre de aquel pub con luces de color azul y rosa en el que me crucé con él, pero era precioso. Era pequeño, colorido y tenía una música estupenda, pero, lo que más me gustaba de aquel sitio, era su terraza con vistas al mar. Acaba de terminar la selectividad y realmente estaba exhausta, pero decidí salir. Me merecía una noche de diversión después de la presión a la que me sometí semanas pasadas. Bailé, reí, conocí a gente y, en medio de la noche, cogí mi Coca-cola y corrí sin motivo alguno a mojar mis pies en el agua. Me pude tirar una hora allí, en la orilla con el vaivén de las olas acariciando mis pies mientras, tendida sobre la arena, miraba cada estrella tratando de ver las constelaciones que nunca conseguí ver.

Entonces, llegó él. Camisa blanca, pantalones piratas vaqueros  y zapatos náuticos. Un look ibicenco y veraniego de los de moda que, sinceramente, le iba genial con aquella barbita del día. Acababa de conocerlo, pero me regaló una de esas sonrisas que quitan el sueño y como si nada, nos tiramos la noche hablando. Él sabía de constelaciones y, por una vez, conseguí distinguir sus formas. La noche fue sobre ruedas, me inspiró confianza el chico y, hasta nos acompañó a mí y a mis amigas a casa. Los días siguientes seguimos quedando y me resultaba un tanto extraño que mis latidos aumentaran con su presencia. No sé, me sentía como cuando las caladas del cigarro llegaban al fondo de mi pecho. Creo que en ese momento supe que se convirtió en otra de esas drogas que me cegaban. Si estaba él, el resto del mundo no existía y, cuando no estaba, nada era igual.

Pasaron algunas semanas y Héctor, que así se llamaba el chico, cada vez me llamaba más. Nos sentíamos sobre las nubes cuando estábamos solos y sabíamos que nos hacía bien, así que, dejé que mi nueva droga me drogase día a día sin que lo supiese. Una noche, me invitó a tomar algo en el pub donde nos conocimos. Estuvimos allí durante horas entre risas, bailoteos y bromas. Cuando nos cansamos del ambiente, decidimos salir a tomar el aire fresco del mar. Esta vez, caminamos sin rumbo hasta que, de forma un tanto brusca, frenó el ritmo, agarró mi mano y me acercó a él. En ese momento, creí que me daría un infarto. Mis pulsaciones sonaban en mi cabeza, hasta sentía cómo subía la sangre con cada latido por mi cuello. Y, mientras yo me acosaba con preguntas y tratando de evitar mi adicción psíquica, me besó. Calló los gritos de mi mente y conseguí escuchar su silencio. En ese momento, mi boca, por sí sola, habló: “Me drogo contigo, sin ti, no es lo mismo.” Y, así, supongo que un tanto aturdido, se limitó a sonreírme y a seguir besándome. Fue el comienzo de lo que llegó a ser la consumición de algo a lo que todos suelen llamar “amor”.

~ Anabel Vaz. ~

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