lunes, 25 de abril de 2011

Que la sangre altera.

Hace meses que no quiero ver la calle. No sé, creo que tengo miedo al aire, al tiempo, a salir a un mundo relativamente nuevo y que su aroma se despegue de mí. Fue un tanto inoportuno como sucedió todo. Entrada ya la primavera, decidimos querernos ante todo y, aunque muchos nos decían que era causa del buen tiempo, nos centramos en nosotros y olvidamos las habladurías que todos montaban a nuestras espaldas. Poco a poco, sin darnos cuenta, se fueron sumando los días, las semanas y los meses a nuestras espaldas hasta que, sin previo aviso, el tiempo cambió su cara y nuestra base emocional comenzó, sin más, a desmoronarse.

Durante el buen tiempo, lo nuestro era de ensueño. Todos lo decían. No es que sea una charlona, no. De todos modos, nunca hubo una pelea entre nosotros pues no teníamos más que palabras bonitas, caricias, sonrisas y pequeños detalles que ambos apreciábamos tanto a la luz del sol como a la de la luna. Con respecto a esto, éramos polos opuestos. Él adoraba el día, el sol, el calor, la playa y el agua. Yo, sin embargo, prefería la oscuridad que envolvía el bosque, el aire que se levantaba y el fresco que con éste sentía. Pero, no nos preocupábamos de esto. Compartíamos cada minuto juntos, casi éramos inseparables, como dos siameses. El día lo pasábamos a su antojo y la noche al mío y, lo mejor, era la libertad que, a pesar de compartir cada momento juntos, sentíamos los dos. Éramos, exactamente, lo que todos llamaban polos opuestos y a lo que al unísono solíamos responder: “los polos opuestos se atraen.”, y reíamos. En realidad no sólo nos diferenciaba esa leve circunstancia, personalmente, él era sensato, tímido y tenía amigos que contaba con una sola mano. Y, por el contrario, yo era una loca empedernida, sin vergüenza alguna y de esas personas que encajaban en cualquier parte.

Así que, como ya he dicho, lo nuestro era pura compenetración en perfecto estado y siempre estábamos a gusto. Pero, cuando pasó el buen tiempo, en vez de recrearnos en eso de “al mal tiempo buena cara”, comenzamos a tirarnos prácticamente los platos a la cabeza. Y bueno sí, a lo mejor, aceleré el proceso cuando lo mandé literalmente a la mierda. Pero es que me hizo daño. No sé, así, sin más, después de pasar días y días preciosos, no podía dejar de quererme. No sé, eso no pasa de un día para otro. Quizás había otra. Quizás dejó de gustarle mi sonrisa o, quizás, aborreció la perfección. También era posible que prefiriese ser libre totalmente o, incluso, quería dejar de sentir una locura tan estúpida como la mía. Bueno, en realidad, siempre dijo que odiada mi sana locura pero esa no me la podía quitar de encima nadie. Creo que es gran parte de mi esencia. Pero, sin duda alguna, espero la llegada de la nueva primavera, es decir, del buen tiempo que lo traiga de nuevo, ilusa.

Estoy a finales de abril y, aunque el tiempo parece no estar de buenas, aún no he conseguido ni un mísero toque suyo. Sólo espero que vuelva a sentir que “le altero”, como la primavera pasada, y que, esta vez, acabe adorando mi locura. Al menos sé que no olvidó lo nuestro, un amigo en común hace poco me dijo que él aún se acordaba de mí. Espero que no sea otra invención de las suyas, sino, cuando llegue el buen tiempo, me tocará volver a por él. Sí, eso haré.

~ Anabel Vaz. ~

jueves, 21 de abril de 2011

Inclinaciones.

Últimamente mi vida parecía retorcerse. No sabía bien el porqué de mis acciones pero, como nunca me lo había preguntado, pensé que era lo normal. Continuaba riendo y llorando sin sentido, desahogándome. Y decidí, sin darme cuenta, correr riesgos innecesarios pero que, igualmente, me hacían sentir bien. Vivía de un lado para otro y miraba a cada desconocido con cara de niña buena y, si me llegaba a gustar demasiado, hasta le guiñaba un ojo mientras le sonreía. A veces, si el chico tenía desparpajo y le gustaba, se me acercaba con cara pícara aunque, claro, la cosa sólo se quedaba en unos piropos y menos de media hora de risas sinceras y desenvueltas.

Obviamente, a pesar de que adoraba sentirme como una loca sin ataduras, no deseaba pasarme el resto de mi vida mirando a desconocidos para no conseguir nada, quiero decir que, si lo hacía, era porque deseaba que alguno fuese lo más parecido a un “para siempre”. Sí, “para siempre” entre comillas porque, de otra cosa no, pero de esto sé un rato y el para siempre sin comillas nunca existió en mi mundo. Por eso y más, aunque tuviese el mayor miedo del mundo a sentir algo demasiado grande para mi corazón, corría el riesgo de sentirme envuelta en llamas al mirar a alguien. Quizás era mi mayor deseo, pero nunca evité mis tentaciones. Quizás seguía a raja tabla lo que mi gran amigo Aquino defendía en su pensamiento: “el bien es lo que todos apetecen”.

Y bueno, como él dice, todo fin persigue un bien y, por tanto, mis fines son, esencialmente, un bien. Y si el bien es todo aquello que siguen nuestras inclinaciones naturales, ¿por qué yo iba a dejar de seguirlas? Así que, desde antes de conocer esto, actuaba como ahora. Evidentemente, sin soportes intelectuales, pero ahora tengo justificación. Sin embargo, hay quien pensará que estoy ciega y, bueno, no lo niego porque me gusta la ceguera si me hace ver las cosas positivas de algún modo u otro. Por eso mismo, seguí sintiendo como me gustaba: con mi locura por delante hasta encontrarle.

A pesar de que los días parecían ser iguales día tras día, un día tuve suerte. Mi mirada consiguió una mirada diferente. Quizás era normal, pero a mí me atravesó de lleno. Y, en realidad, me sorprendió que esa mirada fuese de las más cercanas a mi vida, de las más conocidas en mi mundo y que nunca me hubiese fijado en ella de esa forma. No sé, quizás me pilló con la guardia baja; quizás siempre la vi de esa forma y nunca quise enfrentarla. Pero sí, ahora es diferente, casi me río del leve recuerdo de nuestras miradas ciegas.

Y ahora, siguiendo nuestros instintos, al menos por mi parte, caminamos de la mano. Amigos, amantes o novios. Bueno, que nos llamen como quieran porque como siempre, haré lo que me diga mi instinto. Hoy, de la mano; mañana, de la cintura; pasado, ni lo toco; el otro, dios dirá. Pero hoy, mañana y pasado sonreiré de igual modo cuando lo mire a los ojos. Pero eso sí, ahora, que me llamen ciega con razón porque, sin razones aparentes, actúo a ciegas. Ahora, soy ciega por gusto.


~ Anabel Vaz. ~

jueves, 14 de abril de 2011

Roto.

Anoche comencé a sentirme como hacía años que no me sentía. Siempre pensé que los cambios a lo largo de la vida no tenían pasos hacia atrás. Me equivocaba. Así que, me tomé la noche como si fuese un reto, me mantuve en vela y pensé durante toda la noche en cosas que casi ni recordaba. Reí en silencio, lloré por dentro y me desgarré el alma reviviendo el pasado.

De madrugada, sentada sobre la cama, las cuatro paredes de mi cuarto empezaron a ceder creando una presión imposible de soportar. Empecé a pensar que estaba loca. Mis manos temblaban y casi salté de la litera al suelo huyendo de allí. Corrí por el pasillo, eufórica pero sin gritar, y me escondí en la esquina más escondida de la casa. Allí pasé el resto de la noche, a oscuras y tartamudeando, diciendo cosas que nunca terminaba.

Mis ojos fríos y secos dejaron de parpadear y allí acurrucada parecía un fantasma envuelto en piel muerta. Pero su imagen estaba allí presente, sentado en la silla más alejada de mí, observándome. Parecía arrepentido. Me miraba con pena y, de vez en cuando, se levantaba e intentaba acercarse. Pero mi cuerpo actuaba por instinto y se refugiaba entre mis brazos. Ni siquiera le miraba a los ojos, me dolían. Así que, ante los sobresaltos que daba, se volvía a sentar, lejos, y me miraba. Mi cuerpo, sin embargo, continuó sintiendo frías y dolorosas punzadas en la espalda. Y, a pesar de que la escarcha en la que se convertían mis lágrimas era insufrible, prefería no cerrar los ojos ni un segundo porque su imagen haciéndome daño se apoderaba de mí y casi sentía que tocaba la muerte con mis dedos.

En realidad, mis lágrimas no llegaban a caer. No quería darle el placer de ver cómo aún sentía sus caricias y besos que ocultaban aquella última batalla. Aún siento, muy a su pesar, como su mano retorcía mis brazos y me lanzaba al suelo entre gritos que terminaban en carcajadas de borrachera. Que llore, que sufra en sus adentros. Quiero que se sienta miserable, como me hizo sentir a mí aquel día. Estúpido incrédulo que se cree que puede tener todo cuanto se le antoja… Y es que, parece mentira que prometiese tanto y la cagara de tal forma en unos míseros minutos. Y lo peor; lo peor fue que se fuera y me dejara allí tirada en el suelo llorando; que sin ningún pudor se fuese sin mirar una sola vez atrás y que, encima, volviese al día siguiente con un maldito ramo de flores y una sonrisa en la cara.

En fin… Y ahí estaba, sentado como si fuese el chico más bueno del mundo y, a pesar de su cara de ángel, es el único capaz de aparecer en mis pesadillas. Sus ojos me queman y lo sabe. Continuaba con su táctica, sabía que soy débil y que poco a poco podría acercarse de nuevo y acariciarme. Pero ya no tenía ganas de sentirle. Prefería el frío mármol que sujetaba mi cuerpo aunque me recordara más a la lápida de mi muerte que a la vida que aún podría vivir.

En el fondo, sabía que se estaba desmoronando, como yo. Se lo merecía. No todo puede salir como él quiere. Siempre tuvo cuanto quiso y se propuso y, ahora, ahora que me tenía, consiguió alejarme de él de tal forma que jamás conseguirá tenerme de nuevo. Porque me da igual ser débil, cuando esté apunto de recaer en sus redes, huiré. Seré la presa que más deseará, porque cuando intente agarrarme, cuando casi pueda tocarme, huiré de nuevo y no podrá más que verme de lejos y añorar todo lo que le di y que él se quitó a sí mismo. Así que, espero que se sienta equivocado, que piense lo contrario de lo siento: que no le quiero. Así, espero, también, que cuando  vuelva a tocarme, si es que lo hace, sienta un calambrazo que lo atonte. Sí,  que sufra, aunque no tenga ni punto de comparación con lo mío.

~ Anabel Vaz. ~

miércoles, 6 de abril de 2011

Silencio.

Siempre me dijeron que el miedo era algo natural y que, aún así, debía evitarlo.  Que, ante todo, siempre debía sonreír. Que lo que no te mata te hacía más fuerte. Que a lo hecho, pecho. Y que, aunque no me guste algo, tratase de ver la parte buena. Y ahora me pregunto qué puedo sacar de bueno en el miedo y me respondo: fuerza, voluntad, madurez y risa. Porque, ahora, me río de lo que me asusta, como si tratase de ocultarlo bajo la estupidez y las carcajadas del miedo. Me siento estúpida cuando al escuchar “miedo” no pienso en pesadillas ni otras cosas que me producen pánico. Cuando escucho “miedo” pienso en él.

Es un miedo encantador. Temblores que recorren mi cuerpo cuando sé que está cerca, cuando pienso que en poco tiempo estaré a un palmo de él y, por tanto, a otro del cielo. Sudores fríos, escalofríos que hielan mi cuerpo mientras la más cálida llama me derrite por dentro. Que mis rodillas den de sí y se aflojen con sólo mirarle. Petrificarme ante sus ojos que miran atónitos cada movimiento que hago y revisan milímetro a milímetro mi rostro pálido. Y es que me quedo muda por primera vez, callada, como la más tímida niña del parque. Y, quizás, no me enmudezca el miedo, sino las ganas de compartir el silencio más bello.

Silencio. Y le llevo al más bello y silencioso lugar del mundo, allí donde la luz  penetra firme en los huesos y donde el único sonido existente es el aire lejano. Silencio, pongo mi dedo entre sus labios- shh. Y lo llevo al extremo de sus sentidos. Hago que cierre los ojos y escuche en silencio: pálpitos, pulsaciones y latidos de dos corazones que desbordan sangre caliente; aire, suspiros y dos respiraciones a descompás; gestos, sonrisas a ciegas que se hacen notar… Quiero que conozca el sonido de una caricia y es por eso que deslizo la yema de mis dedos por su brazo haciendo que se le ericen los pelos, así conocerá otro de mis sonidos preferidos. No pienso dejar de hacerlo, sentirle, a él y él a mí. Dejaré que mis dedos corran el maratón de su cuerpo y pienso ganar; llegaré a la meta, que son sus labios, y, allí, cogeré mi premio, en silencio. Besos, más besos y sus ecos. Sonidos, sonidos y más sonidos. Mi música preferida: la nuestra.

~ Anabel Vaz. ~