miércoles, 23 de marzo de 2011

Hoy te quiero para mí.

Tras toda una tarde de miradas en silencio en la sala de espera de aquel centro sanitario a la espera de los resultados de vete tú a saber qué tipo de falta vitamínicas. Los resultados vienen a mi vista desde lejos, en manos del doctor. Con una mirada de éste me basta para saber que quiere que entre con él en la consulta. Palabras que tratan de explicarme cualquier problema que ve en el análisis y yo no más escucho que un susurro lejano incomprensible para mi capacidad intelectual. Termina la charla, cojo mi papel y me largo como si no me hubiese dicho nada.

Camino en la soledad del callejón que en  menos de dos minutos me lleva al portal de casa entre la música que mi subconsciente me canta al oído. Camino sonriente, sola pero feliz, alegre como siempre. Y siento que alguien me sigue, es más, sé quién es. Aquel extraño de la sala de espera parecía que lo único que esperaba era mi salida. En cuanto salí por la puerta se levantó y, desde entonces, siento no sólo sus pasos detrás de mía, sino su mirada clavada en mi nuca. En el fondo, tenía miedo: un extraño pisando mis talones en el callejón, como en las típicas películas de miedo. Sin embargo, decidí seguir caminando hacia casa casi saltando entre paso y paso y sin mirar atrás. Me gustaba sentir, sinceramente, que aquel extraño se fijase en mí entre tanto bullicio.

El resto de la historia fue difícilmente comprensible ahora que lo pienso con detenimiento y con la mente fresca, lejos del morbo que podía provocarme aquella situación.  Era obvio que aquel muchacho grande, corpulento, con ojos claros y rapado no era mi tipo; pero me importó poco. Después de que me siguiera hasta casa, me cogió del hombro y se presentó como si nada. Su voz era grave y tenía un asqueroso olor a tabaco, pero no dejaba de llamarme la atención la manera con la que sus ojos atraían mi mirada. Casi sentía que me zambullía en el mar cuando miraba sus ojos; sus suspiros al hablar traían la brisa salada que sentía frente al mar. Y, sin pensarlo; sin más, cometí otra de mis locuras. Lo invité a subir.

El resto de la tarde y de la noche la pasamos entre caricias bajo las sábanas. De vez en cuando, decía algo que no terminaba de entender; quizás sólo decía cosas sin sentido como la situación en la que nos encontrábamos. La noche terminó de madrugada y el miedo de sentirle a mi espalda se alejó pronto. Su respiración rozaba mi nuca, y me estaba acostumbrando. Y quería estar así, en aquel momento de por vida y en secreto. Hablaba en sueños y no dejaba de decir en el silencio del apartamento: “Te he echado de menos. Me has hecho soñar con tu sonrisa cada día… Hoy te quiero para mí.” Y entonces comprendí que la historia no era más que eso, una historia de una noche. Cerré lo ojos y me quedé dormida esperando al día siguiente.

Por la mañana, me levanté como nueva. Abrí los ojos y ya no estaba. Me lo esperaba. Me escurrí de la cama, me vestí con lo primero que pillé en el armario y me hice un café. Me senté en el sofá y, ante la aparente normalidad de todo mi entorno, encontré una nota. Un trozo de papel arrancado de mi cuaderno de matemáticas que por allí estaba abierto entre la multitud de apuntes. Leo y sonrío: “Hoy te quiero para mí.”

~ Anabel Vaz. ~

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