sábado, 30 de marzo de 2013

Igualándome

Odio los sermones y, últimamente, parece que mi vida sin ellos no va a ningún sitio. Es eso o la gente se esmera para que lo parezca. Los gritos van y vienen y no entienden que me bloqueo ante todo porque tengo miedo. Me da miedo todo, eso creo. Creo que el mundo que me rodea me intimida demasiado, me asusta y tiemblo. Tiemblo ante el tiempo, ante sus ojos y ante el viento. Se me aflojan las rodillas si le siento. Huyo si no siento y lloro cuando quiero y no quiero. Soy débil pero corro con esmero. No tengo fuerza muscular pero tengo una gran fuerza de voluntad. No soy de olvidar pero lo intento si algo me aterra. Leo libros de terror y asesinatos y no consigo dormir bien de noche. Me río sin querer y queriendo, cuando debo y cuando no puedo. Sonrío ante el miedo y cierro el puño cuando veo que me supera y tendré que dejar de hacerlo...

Ya no importa nada porque si gritan seguiré pasando. Ahora, ante el miedo y lo que me desagrada, huyo en mi mente. Azul cielo, sus ojos; negro carbón, su pelo; color canela, su cuerpo; marrón rosado, sus labios; blanco perla, su sonrisa... Y así, imaginándolo me pierdo en algo que realmente me gusta. Siento que me coge de las manos y me acerca a él, que me huele y me toca, que le gusta. Cierro los ojos con fuerza y, así, consigo verlo mejor. Pelado como nunca me gustó, con esa sonrisa de pillo que me puede y con sus manos grandes y firmes sobre mi cintura. Siento, de nuevo, todo lo que sentí en su día. Reía cuando acercaba su cara a la mía y acomodaba su nariz sobre la mía manteniendo mi mirada, me encantaba. Solía agarrarme con fuerzas de la cintura, casi dañándome de vez en cuando, y me arrastraba literalmente sobre él y, entonces, trataba de besarme mientras me hacía la dura. Normalmente, pasábamos horas haciéndonos cosquillas en la espalda y terminábamos enredados.

Ahora bien, si tengo que elegir algún recuerdo, me pierdo en mi favorito. Ambos bajo el leve vaivén de las olas. A solas, a ciegas y en silencio. Besos salados con sabores dulces y un toque de tinto. El sol nos espiaba y, quizás por eso, no hablábamos y nos limitábamos a sentir. Sus manos se enredaban en mi cuerpo: subían, bajaban, aguantaban, pellizcaban y acariciaban. Su boca era un poco más de lo mismo: jugaba, dejaba con ganas, besaba, mordía y lamía. Mi cuello solía ser su recorrido favorito y siempre terminaba sobre él intentando que parase y le devolvía la jugada. Era curioso cómo, cuando la cosa empezaba a pausarse, nuestros dientes siempre chocaban, aún no me explico el porqué pero siempre pasaba y, la verdad, tampoco me desagradaba. 

~ Anabel Vaz. ~

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